martes, 6 de abril de 2010

Teodora Scoufalos

Junto a mi taza descansa, tu piel, caminante, que errante, ha pisado flores rosas y amarillas, y ha sentido el paso libre y solitario de aquella oruga cumpleañera, que entre llantos y risas, fue perseguida en círculos artificiales por esos niños, que decidieron reducirla a sopa de caracoles. Y tú, caminante, mecánicamente diste dos vueltas por el cerco de aquella casa que tú mismo habías levantado en el asfalto, desde su entrada hasta la terraza, en esa ruta invadida por bichos y tierra. Esa terraza, donde yo intentaba construir un hogar, con macetas, flores y hasta quizás, por qué no, patitos de hule en piletas artificiales, perros desteñidos por mis lágrimas y nubes con cara de niña. Y junto a mi taza, tus anteojos de miope, con los que decías ver manchas de colores, lunares, a través de la ventana, cuando, muy bien tú y yo sabíamos, que se trataba del angelito de jardín, cansado por el sol, las hojas, y esa manía tuya de remontar barriletes de hielo hasta la luna. El angelito-duende de jardín asomado que juntaba florcitas, insectos, peces y hasta caracoles con forma de dinosaurio, esperando que lo vieras y dejaras de llamarlo mancha de luz. Y si él toma esos caracoles para romperlos y hacer de ellos un collar, no es porque sea un angelito malo, como una vez yo lo llamé, sino porque busca escribir en las paredes de nuestro cercado de casa de playa, con flores y nieve, que se trata del final de nuestro amor. Y si no hay salida posible, no hay corales, ni promesas de baldosas o felicidad que valgan, es porque tú, caminante, pisaste mis flores, rosas y amarillas, hasta dejarme varada en una escalera invadida por hongos y penas, donde ya no hay forma de que pueda volver a ver a través de la luz que refleja la sombra de mi taza, de café con leche.

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